Cartas desde Venezuela Virtual N° 4, por Julio Materano

Jun 16, 2025

En esta edición de Cartas desde la Venezuela Virtual, queremos conectar contigo, querida diáspora venezolana, compartiendo tantas cosas en común de quienes tomamos el valiente paso de emigrar. Hoy te escribe Julio Materano, periodista, le apasiona escribir y contar historias en torno a la diáspora. Trabajó en los principales impresos de Venezuela, entre ellos, La Voz, 2001, El Nacional, Últimas Noticias y El Universal.

Te compartimos parte de esa llama por la escritura que no se apaga, con fragmentos de su historia, que es común a muchos que dejan su tierra. ¡Esperamos que te sientas en compañía al leerla!

«Mi nombre es Julio Materano y soy periodista venezolano. Emigré a una serena isla europea que desafía las distancias y coquetea, con todos sus soles y montañas, con el Caribe.Su nombre es Madeira, y está situada en Portugal.

Es una tierra de paso, de vocación bananera, y también un refugio para familias desterradas, que lo perdieron todo en gestas de guerra, pero que han vuelto para reconciliarse con su gentilicio.

De mis primeros días en este lugar, recuerdo el trueno ensordecedor al tropezarme con otro modo de ver, otro modo de estar y de nombrar las cosas; un modo al margen del vértigo petrificado en el rostro de mi país.

Casi no podía disimular cada vez que veía a las ancianas blanquísimas, surcadas por várices, y con las mejillas ruborizadas, cruzarse por los pasillos del supermercado, empujando carritos desbordados, hasta el hartazgo, de comida. El espanto y la confusión me arrebataban la quietud.

Aquella imagen no despertaba ni un ápice de asombro entre quienes parecían acostumbrados a tenerlo todo sobre la mesa. Pero para mí, era un exceso, una suerte de disparate en la Venezuela escasa de la que había salido. Me costaba ver la abundancia sin aturdirme. Todo aquello, los anaqueles repletos de comida y los servicios en su lugar, se me tornó una pequeña obsesión.

Las monedas de menor denominación podían comprar lo que un saco de billetes en Caracas, y los precios de los alimentos con menos demanda disminuían conforme avanzaban los días. La sangre se trepó en mi cara cuando visité una casa de familia y pedí agua para calmar la fatiga y me dieron directamente del chorro. Aquello me pareció una falta de sutileza y de pulcritud. Pero resultó ser todo lo contrario.

Aquí comprendí que en Venezuela existen códigos que son el lenguaje exclusivo de un país que se supo acomodar en lo provisional, en la transitoriedad del «pordondepueda». En Portugal, el transporte público no sabe de señas ni silbidos, y el dedo índice no comanda la señal de «alto». Entendí que los botones rojos, que en Caracas coronan los pasamanos de algunos autobuses, se usan para pedir la parada. No me quedaba más que el refugio de la burla interna cada vez que, desquiciado, llamaba al transporte en la calle y el conductor no se arrimaba ni un poquito.

Al poco tiempo de estar aquí, hallé el sosiego necesario para descalzarme la paranoia, la locura de un país agrietado. Podía caminar a mitad de la noche, con el teléfono en la mano, sin la amenaza del asalto que me respiraba en la nuca.
En Portugal, he sido camarero, barista y personal de mantenimiento. Trabajé en una fábrica produciendo bolsas de papel y, ocasionalmente, limpio ventanas en domicilios. A mi llegada, debuté como «lavaplatos» en un restaurante, un trabajo predominantemente mecánico que me demandaba desvelo y buena condición física.

Cómo olvidar mi primera experiencia laboral en un café de Funchal, cuyo nombre importa menos que el arrojo desvergonzado con el que me lancé a la aventura. Con apenas dos semanas en la isla, me animé a convertirme en mesero.

Fue, lo admito, una vivencia cargada de un sarcasmo aterrador. Era yo, el recién llegado a Madeira, el periodista, el extranjero, el empleado «sordomudo», detrás de una vitrina fría, repleta de dulces y comidas con nombres difíciles de pronunciar.
Después de cada pedido, ordenado por clientes ataviados con ropa de oficina, ahí estaba yo, ansioso por vender algo cuyo nombre me era ajeno y cuyo sabor me era aún más desconocido.

Todo aquello, permeado por el miedo de los primeros días en otro país, no dejaba de ser una escena risible. Era el chiste en el que se había convertido mi plan de abandonar Venezuela.

En una ocasión en la que la gerente de ese café, una venezolana entrada en años, consideró que, pese a mi torpeza e inexperiencia, llegaba la hora de atender las mesas, hice el mayor esfuerzo por aplacar el pánico que gobernaba mis piernas temblorosas.

En realidad, era la prueba de rigor. Todo yo era un puñado de nervios.

Ese día, repasé el menú. Entonces, las bebidas, los nombres de los desayunos y el modo en que se pedía el café en Portugal se me antojaban ridículos. Bica, garoto, carioca, chino, chinesa… Todo era un universo nuevo para mí, y me esforzaba para no naufragar.

Todavía me visualizo, atónito, frente a cada mesa, frente a cada cliente, en mi intento desastroso por ensayar frente a sus narices los pedidos que se me convertían en frases redundantes, balbuceos enmarañados, que luego reproducía frente a mis compañeros que me ayudaban a descifrar las órdenes.

Cierto día supe, con pasmo, lo que era recibir propina. Aún recuerdo cómo aquella mujer de ojos despabilados, ahogada en su propio humo de cigarro, balbuceaba una frase que solo logré descifrar cuando ella y la anciana parlanchina que la secundaba terminaron sus cafés. Para entonces ya se había fumado al menos cinco cigarrillos chistosos, largos como un bastón de melcocha.

Y yo seguía sin entender por qué aquella señora, de rostro desaliñado, con el polvo reseco en las arrugas de su cara, me entregaba su vuelto. Le dije, en un español pausado, que era su cambio —su troco, como se dice en portugués—, pero ella insistió, con un su portugués machacoso, que era para mí. Me lo dio a entender con un fraseo acompasado: Pa—ra—o—me—ni—no. Fue ahí cuando descifré sus gestos atropellados.

Eran 30 céntimos de euro. Su acompañante, la anciana temblorosa, con la que compartía un café, negro y denso, me pidió que le calibrara su dispensador de insulinas con las indicaciones del médico. Era una prescripción en una lengua distinta a la mía y no quería que se me imputara algún delito por error. Entonces, le dije que no veía tan minúsculos números y que tenía prisa. Hice el ademán de devolver la propina. Y ambas mujeres se miraron a los ojos y despidieron sendas carcajadas estruendosas de las que hui asustado, despavorido.

Entonces me propuse llevar los días con humor. Con cada jornada, ahí me hallaba yo, de nuevo, siendo el mesonero que se negaba a recibir propina. Me parecía innecesario, vergonzoso. Hasta que entendí que eran gajes del oficio, uno prematuro, con el que intentaba salvaguardar mis días.

Aunque los tropiezos fueron inevitables, también he vivido momentos de reconciliación.

Debo confesar que me apasiona mucho escribir. Es un arte que arde en mi pecho. Y desde hace cinco años administro Zona de Embarque, un rincón donde esculpo historias que tocan el alma y emocionan. Allí cada relato es una travesía que comparto con aquellos que se atreven a volar más allá de sus fronteras físicas y emocionales.

Siempre quise ser periodista, y esa decisión sembró pequeñas tempestades en mi camino. Me trajo problemas. Un día, que ya ni recuerdo, me secuestró el afán de mirar y contar; de contemplar y escuchar.

Desde muy niño, me atrapó el asombro. Era un río caudaloso que me arrastraba hacia lo desconocido. Irremediable, me convertí en el apóstol inquebrantable de la curiosidad. La travesura de calzarme vidas ajenas llegó a mi existencia como un suspiro inquieto y desvelado que se colaba entre los pliegues de mi alma. Luego vino la lectura, con la que surcaba el universo emocional de los personajes más universales que se erguían frente a mí.

Y ahí me hallaba yo, cautivo y embelesado, en la piel de algún protagonista. Era como si pudiese pensar y sentir exactamente como ellos.

Me raptó el lenguaje escrito, y me lanzó en un océano de posibilidades.Con la decisión de narrar en mente, dibujaba, sin entenderlo exactamente así, senderos en caminos desconocidos, en rutas que aún no había transitado.Mi inquietud por la palabra escrita fue tan profusa que en 2007 me matriculé en la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila, en Caracas.

Allí, me licencié cinco años más tarde y di mis primeros pasos hasta incursionar en los diarios Últimas Noticias, El Nacional y El Universal, donde transcurrió buena parte de mi carrera.

Mis pequeñas obsesiones por la exactitud del verbo y la literatura me acercaron al Instituto Cervantes de Lisboa, una suerte de custodio del español y de su acervo hispano en todo el mundo.

En 2023, di el salto y decidí formarme como «Profesor de Español como Lengua Extranjera». Fue una experiencia enriquecedora.

Confieso que, con el transcurso de los años y la nostalgia de la migración de por medio, he experimentado un enérgico interés por contar la diáspora venezolana.
Escribir es, probablemente, una de las formas más gentiles de dar sentido a mi vida.

Pues, creo en la escritura como un estilo de vida. Y creo también en la mirada que, desde ahí, puedo aportar a los venezolanos en el mundo.

Hoy creo en Zona de Embarque como una oportunidad para replantear mi vocación profesional. Cuando creé este blog, no imaginaba hasta dónde me llevaría este viaje.

Zona de Embarque nació como un susurro de calma; como un refugio, de silencio e intimidad, forjado con palabras que diluyen el tiempo y conectan con lo esencial.
Pero aquel sentimiento se devino en algo más: en una forma ingenua de conectar con otros. En una suerte de ventana batiente que me ha permitido descubrir nuevas perspectivas para contar historias que emocionan y que sirven para narrar y explicar la Venezuela fuera de sí, lejos de casa.

Escribir aquí ha sido una aventura en sí misma. He tenido momentos de inspiración pura, en los que las palabras fluyen con facilidad. Y otros en los que la motivación parece fusionarse con la felicidad.

En cada artículo, en cada crónica, permanece vigente la misma intención: compartir anhelos universales. Iluminar aspectos de la condición humana. Contar historias que hagan sentir, que hagan pensar, que dejen huellas.

Pero contar no es sólo recaudar un inventario de anécdotas. La clave está en provocar emociones. Porque una historia sólo cumple su cometido cuando logra tocar a alguien.La escritura, es verdad, podría ser un desahogo. Eso es válido. Pero yo escribo para empatizar con aspectos de la condición humana, y conmover. Narrar exige una actitud contemplativa. Es un saber escuchar para conocer. Es un sumergirse en el universo emocional de alguien para calzarse su carne, pensar y sentir como él.

Entonces, contar es mirar aquello que nos duele y anima.

Hoy no me cabe el gozo en el alma. Tampoco me alcanzan las palabras para agradecer a cada lector que ha sido parte de este viaje. En Zona de Embarque las palabras cobran vida. Te transportan a destinos lejanos, con recuerdos dulces y memorables.

En un mundo saturado de información, una historia bien contada sigue teniendo el poder de detener el tiempo. Nos hace sentir parte de algo más grande.

Hoy puedo decir que migrar no es solo cambiar de tierra. Es renombrar la vida. Es volver a ver con asombro, y aprender a resignificar cada paso. Es mirar con otros ojos lo que antes parecía cotidiano, y es, además, sembrar raíces en lo incierto, sin olvidar el eco de donde se viene.

El desarraigo también puede ser un atajo para cruzarse con los anhelos y los sueños más profundos. Es un modo de reescribir nuestro presente y tu futuro, con el susurro de los que tenemos la nostalgia clavada en el pecho.

Llevamos en nuestras palabras la memoria viva de un país que camina con nosotros. Pero no todo es poesía en el trayecto. Los migrantes no somos sólo números, sino historias personalísimas que merecen ser escuchadas. Y estas líneas son apenas un fragmento de mis días fuera de casa.»

Julio Materano.

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