Esta Carta desde la Venezuela Virtual, esta escrita desde la experiencia migratoria de una persona de nuestra comunidad. A Sumaru una convicción profunda le aseguró que tenía que estar en España, pero atravesó muchísimos caminos, idas y venidas para llegar a la calma después de la tormenta.
Te compartimos su carta íntima con ánimo y certezas de que todo va a estar bien.
«Nunca imaginé que te estaría escribiendo esta carta, y, sin embargo, aquí estoy, con una sonrisa en el rostro y el corazón latiendo fuerte de emoción. Te confieso que me hace muy feliz hacerlo.
Te voy a contar una historia.
Corría el año 2010 cuando llegué de vacaciones a Las Palmas de Gran Canaria. La idea era quedarme 20 días, conocer la isla y ver si me gustaba lo suficiente como para mudarme algún día. Apenas puse un pie fuera del aeropuerto, supe —con esa certeza que no viene de la cabeza sino del pecho— que me iba a quedar. Mi mente, siempre tan formalita, me decía que no era el momento… pero mi corazón ya estaba desembalando maletas.
Yo nací y crecí en San Agustín, un barrio de Caracas donde la vida era intensa, por decir lo menos. Desde que tengo memoria, soñaba con mudarme. Vivía con miedo. Miedo del bueno (si es que hay tal cosa) del que te mantiene alerta y te hace desarrollar el oído biónico.
Viví escenas dignas de películas de acción hollywoodense —pero eso te lo cuento en otra carta, que esa es otra saga. Siempre tuve el anhelo de vivir fuera de Venezuela, de conocer otras culturas, aprender idiomas, recorrer el mundo. En el 2011 me casé, el matrimonio no funcionó. A los tres meses me fui de casa, priorizando mi salud mental y física. Y ahí empezó la verdadera película.
Por cuestiones del destino (o de esas casualidades que luego entendemos), regresé a Venezuela en el 2012 para formarme para un puesto que me ofrecieron en Madrid. Pero el trabajo nunca se materializó, y me tocó quedarme en Caracas.
Yo, ya no era la misma. Tenía más miedo que antes. Me había acostumbrado a la tranquilidad y la seguridad de la isla.
Conseguí un nuevo empleo y volví a mi casa, pero me sentía extraña, fuera de lugar. Ya no pertenecía ni allá, ni acá. Ahí fue cuando descubrí lo que significaba ser extranjera en mi propio país.
Mi cumpleaños se acercaba, y con él, una sensación cada vez más fuerte: necesitaba volver a Canarias. Dos días antes de mi cumpleaños, anuncian la muerte del presidente. El país se paralizó. Mientras caminaba desde La Castellana hasta la avenida Urdaneta —porque no había forma de moverse— tuve una epifanía:
“Tengo que hacer algo por mi felicidad. Y ese algo es irme”.
Meses después, estaba de vuelta en Las Palmas. Volví con la ilusión de empezar de nuevo.
Pero la vida, con su amor por los plot twists, me sorprendió con una sentencia firme de divorcio por carteles. Sí, por carteles. El que había sido mi esposo alegaba que yo había desaparecido, mientras al mismo tiempo, me escribía correos para que regresara, que me ayudaría con la nacionalidad y que quería ser mi amigo. Telenovela, ¿verdad?
En ese viaje tuve que tomar una decisión radical: si salía de España, perdería mi estatus legal. Así que, me quedé.
Y ahí cayó la noche más oscura. Lloraba a diario mientras hacía malabares emocionales y logísticos para sobrevivir. Una amiga venezolana y su familia me acogieron como una más (les estaré eternamente agradecida).
Fue entonces, cuando llegó a mí una práctica budista (NAM MYOHO RENGUE KYO) que me rescató. Me dio la fuerza que necesitaba para levantarme. Descubrí que había estado sumergida en una depresión profunda. Tan honda como silenciosa.
Estaba sola, sin dinero, sin empleo, con apenas un puñado de amigos (quienes se convirtieron en mi familia elegida), más, salí adelante. Seguí formándome — y lo sigo haciendo — porque he entendido que, nutrir mí alma es parte esencial. Aprendí que cuando un sueño nace de un lugar genuino, no hay crisis, ni frontera que lo detenga.
11 años después, pude por fin, viajar a Caracas, para reencontrarme con mi familia, para abrazarlos fuerte y apretao, para reconocerme en ese nuevo lugar y presentar a la nueva yo, más fuerte, más madura y más sabia. Ese encuentro recargó mi Alma de amor para regresar de nuevo a España, el país que elegí para vivir.
Hoy sigo construyendo la vida que deseo. Y aunque aún no está terminada (¿alguna vez lo está?), lo más importante es lo que he ganado por dentro: fuerza, resiliencia y una certeza rotunda de que los únicos límites son los que se inventa mi mente.
Echo mucho de menos a mis amigos venezolanos. Esos hermanos que la vida nos da solo por compartir la tierra natal. Si tú los tienes cerca, abrázalos. Cuídalos. Porque ese es un tesoro que solo quienes lo conocen saben apreciar. Es lo que más extraño.
Y si estás atravesando tu propia tormenta, no te rindas. Esto también pasará. Te lo dice una venezolana que ha cruzado mares y tristezas y sigue bailando con la vida.
Ese es nuestro mayor legado cultural, ahora nos toca compartirlo con el mundo.
Me amo, te amo, nos amo.
Gracias por leerme, un abrazo apretao…
Sumaru Nathali«
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