Como español inmigrante recién llegado a la Venezuela de los setenta, me impresionó la permanente presencia del diminutivo en el idioma. Oír a un hombrón maduro y recio, hablar de “mi mamá”, y escucharle pedir “un cafecito, mi pana porfa”, era enternecedor. Y no digamos cuando ese mismo hombrón saludaba a su madre, “Bendición mamá”….Un español
de los setenta, antes de que nos llegaran las refrescantes telenovelas venezolanas, se quedaba perplejo ante la lluvia de lo que, para él, eran infantilismos, que salpicaban todas las conversaciones.
Otra expresión que me pilló descolocado la primera vez que la oí fue “mi amor”. Fui a pagar mi primera compra en CADA, y la cajera me confirmó el importe con una dulce sonrisa, mientras me decía mirándome a los ojos; “Trece cincuenta, mi amor”. Salí de la tienda levitando.
Aprendí que al venezolano, y más aún a la venezolana, les gusta hacer amigos. Si compran algo más de una vez en una tienda, el vendedor, o la vendedora pasa a ser de la intimidad. Lo aprendí cuando mi jefe me invitó a tomar una café, y le dijo al camarero, “Mira mi pana, ¿me regalas un marroncito?”. Incluso hoy, en nuestra España dulcificada por la inmigración hispana, uno se arriesga a que le contesten secamente, “Los regalos enfrente, amigo.”
Pero volviendo al café, recuerdo que a nuestro “cortado” lo llamaban, y lo seguirán llamando “marroncito”, nunca “marrón”. Entonces un marroncito costaba una locha, maravillosa
monedita, que hoy solo recordamos los abuelos. Aquellos eran los tiempos del todopoderoso bolívar, que se fraccionaba en “medios” (25 centavos), “reales”(50 centavos) y las ya
mencionadas lochas (12,5 centavos). También hay que decir que el marroncito, contenía poco más de media docena de sorbos, siempre de un café maravilloso. Subiendo en la escala de valor teníamos la moneda del “Bolívar”, y la de cinco bolívares, el espectacular “Fuerte”, originalmente de plata, que circulaba en una aleación plateada. Con un fuerte se podía pagar un almuerzo en muchas “loncherías”, restaurante en criollo vernáculo.
Esa es otra peculiaridad del venezolano; los “anglicismos arcaicos”, es decir muy anteriores al mundo de internet que hoy los impone sin recato en todos los idiomas; “lonchería” (de lunch, almuerzo en inglés), guachimán, guarda, (watchman, en inglés) y jonrón, del beisbol, home run”; seguramente influencia de los técnicos petroleros americanos.
Volviendo al dinero, uno se olvida del poder que llegó a tener el bolívar, que convirtió a los venezolanos de las décadas de los 60 y 80 del siglo pasado, en los ricos de Hispanoamérica, y por supuesto de España; hablo de esa gran clase media hoy prácticamente desaparecida. Una moneda, el bolívar, que muchos entonces preferían al dólar americano… Creo que esa prosperidad, compartida por la mayor parte de la población, hacía que, en aquellos años, el país fuera alegre y optimista, y también muy abierto a la inmigración europea que seguía llegando, si bien no en las cantidades de los años cuarenta y cincuenta. Así conocí al Sr. Kryzpow, vendedor de telas en la calle Pajaritos, al Sr. Rovandi constructor italiano, al Sr. Bastiansen, noruego, empresario del transporte, al Sr. Van der Laan, técnico petrolero alemán, y al Sr. Walker, ejecutivo retirado americano. Todos muy integrados en su nueva patria, y no digamos ya sus hijos, educados en esas sucursales de la Naciones Unidas que eran los colegios venezolanos. Ahí los niños, en todo el
país, recibían el día en su colegio formados en fila cantando el himno nacional, firmes ante la hermosa bandera venezolana. Ahí se mezclaban los nuevos apellidos, con los criollos de toda la vida, Rodríguez, Tovar, Tejera, Octavio, Gómez y demás. La integración de esa inmigración en la sociedad venezolana, ha sido tan completa, que debería servir de ejemplo en todos los cursos de sociología mundiales.
Otro aspecto de Venezuela que me llamó la atención, era la influencia americana, entonces prácticamente ausente en España. Allí se jugaba al beisbol, se llevaba “cachucha” y se viajaba a Miami, mientras en España el futbol era el deporte rey, la boina todavía estaba muy presente, y los programas favoritos en nuestras radios eran concursos de boleros y de cante jondo. Y por supuesto de viajar poco, nada que ver nuestro nivel de vida entonces, con el de los venezolanos y venezolanas, nuestros primos ricos de las Américas.
Como tantos españoles, tuve el privilegio de ser acogido por una sociedad, la venezolana, entonces vigorosa y confiada, y sufro al verla hoy hecha girones y desparramada por el mundo.
Pero los venezolanos y venezolanas en España no están solos. Hay muchos corazones agradecidos, que como yo, recuerdan a esa Venezuela pujante que tan generosamente nos acogió.