Cartas desde la Venezuela Virtual, un proyecto de la Fundación Código Venezuela, es una nueva ocasión –e ilusión– para conectar contigo, querida diáspora venezolana. Hoy te escribe Beatriz Octavio, cofundadora de nuestra fundación. Las lineas que siguen, son de su puño, su letra y desde su corazón.
«Tengo casi seis años viviendo en España. He crecido tanto. Mis hijos han crecido tanto. Siento un profundo agradecimiento por este país. Lo amo con locura. Amo a su gente con locura. Me he dedicado a aprenderlo, a comprenderlo, a absorberlo, a asimilarlo, a sentirlo, a venerarlo. Es el lugar más amable en el que he vivido. Es la belleza.
Siempre tuve una enorme conciencia de mis privilegios. Sé que, a demasiados venezolanos, les ha tocado infinitamente más cuesta arriba que a mí. Este pensamiento no me dejaba conectar con mi propio dolor, con la pérdida enorme.
Agradecida porque mi madre, vasca-vasquísima, me dio -en ese orden de importancia- el pasaporte español y la vida. Acompañada por Fran, mi esposo, mi cómplice. Mis tres hijos vendrían un mes después. Queríamos prepararlo todo para su llegada. Recuerdo vívidamente, casi en cámara lenta, cuando le conté mis planes a mi gente. Fue horrible. Mi mami. Le rompí el corazón en 7 pedazos. Mi hermano. Mis amigos. “Me voy”. Siempre di la pelea por Venezuela. Marché. Volví a marchar. Tragué humo. Participé en trancas, barricadas. Me creí todos los cuentos. Voté. Ahora sí. Se acabó. Esperé ilusionada los resultados electores. Esta vez sí. El secuestro de mi hijo me rompió la esperanza. Me quebró el alma. Me vine en plan radical: “No vuelvo mas nunca”. Mudé todas mis cosas incluyendo mis sueños.
No pude recibir a mis hijos con una casa en orden -como soñaba-, porque nos robaron el camión con la mudanza. Me pareció muy simbólico. Pensé que la vida me estaba mandando una señal importante: suéltalo todo. Apareció unas semanas después.
En fin. Que sé lo afortunada que fui, que soy, lo sencilla de mi historia en comparación con tantas que escucho cada día.
Mis hijos se adaptaron muy pronto, hicieron amigos. Todos hicimos amigos, nos abrieron las puertas de sus hogares, sentimos calidez, solidaridad, empatía, amor.Y sin embargo, cierro los ojos y a pesar de que me repetí mil veces la frase de Rilke “todo comienzo es bello”, de esos tiempos lo que recuerdo es, sobre todo, el miedo -imposible dormir-, el terror, el qué va a pasar, el donde conseguiré trabajo, el cómo se llama esto, cómo se dice esto, el quién soy. El peso de la responsabilidad de que mi familia se adaptara, de que se sintieran felices o por lo menos, bien.
Hacía una pausa.
Respiraba.
Caminaba por calles desconocidas.
Cerraba los ojos.
Te recordaba.
Me perdía una ocasión importante.
Me conectaba para intentar sustituir un abrazo con una imagen a través de una
pantalla.
Lloraba.
Quería llenarme de futuro cuando en mi cabeza, solo había pasado.
Intentaba construir recuerdos nuevos.
Sentía rabia, dolor, culpa.
Te soñaba.
Mi Venezuela. No sabes cuánto lo intenté. Fue imposible dejarte. Nunca voy a dejarte. Aunque se me salga algún vale, algún yaaaaaaaaaaa, aunque ame esta patria bondadosa, ser venezolana me define. Es lo que soy.
Me llena de orgullo.
Me mata.
Me mata.
Me mata.
Me mata.
Es un instinto -más que un oficio- a lo que me dedico hoy: a apoyar a los míos. Esta persona que soy ahora, en 2018, hubiera ido más despacio. Me apuré. Alquilé una oficina en la que duré 3 días. Me involucré en un negocio del que no sabía casi nada, por el que no sentía pasión alguna. Hoy tendría más paciencia. Observaría más. Haría más pausas. Me trataría a mí misma, con más suavidad.
Hannah Arendt dijo “Somos lo que vivimos”. Pues yo hoy, después de lo vivido, soy un ser humano más amplio, más humano, más profundo, más valiente, más del mundo. Sé que se puede empezar mil veces, sé que se puede hacer amigos a cualquier edad, sé que se puede estar cerca de los que amamos, aún en la distancia, sé -como dice la canción- que el miedo se puede romper con un solo portazo, sé que el verdadero hogar, soy yo. Insisto, he crecido tanto que hay días que me siento de un metro ochenta cuando lo que mido es metro y medio.
Y muy pronto, pero ahora por elección personal, volveré a hacer una pausa para replantear mi camino. Creo que todos debemos hacerlo. Porque si algo me ha enseñado el ser migrante, es que hay que hacerse preguntas, hay que abandonar la zona de “comfort”, hay que decir ¿y ahora qué?…»