En esta carta desde la Venezuela Virtual, compartimos un texto cercano de la escritora, periodista y actriz venezolana Mónica Montañés, quien desde el 2018 vive en España. Sus palabras recorren una historia, miedos y alegrías compartidas: desde la incertidumbre de quedarse, hasta el deseo de reconstruirnos desde lo que fuimos y somos.
A continuación, las palabras de Mónica, escritas para ti, querida diáspora venezolana:
«Hola, ¿cómo estás? ¿Ya se te quitó el miedo? ¿O estás aprendiendo a convivir con él, a no dejar que te paralice? Yo no te conozco, pero a ese miedo sí lo conozco muy bien.
Cuando emigré, hace ya 7 años, el miedo se vino conmigo. Ése se cuela en las maletas, atraviesa cualquier frontera, no lo detienen en ninguna aduana. Del miedo que yo sentía allá en Caracas no te voy a hablar, ya tú te lo sabes, es el que nos hizo irnos. El de aquí es otro.
El miedo, como la energía, no desaparece ni se destruye, se transforma. El mío se transformó en cientos de preguntas sin respuesta. Las certezas se me quedaron en Venezuela, junto con mi casa, mis amigos, mi forma de ganarme la vida, la ventana desde donde veía El Ávila, el sofá en el que me sentaba a conversar con mi papá, el ají dulce y el queso telita con mosca.
Llegué a Madrid en diciembre y tenía pasaje de regreso para enero, pero el avión se fue sin mí. Me quedé aquí sin saber si iba a conseguir trabajo ni cómo iba a sacar adelante a mis dos hijos, a mi mamá, a mí misma. No sabía cómo inscribir a mi hijo en un buen colegio, cuál colegio era bueno, cómo ayudar a mi hija a encontrar su camino en un lugar donde yo no conocía a nadie, donde yo era una desconocida. Una desconocida de 52 años, para más ñapa.
Quería sentarme en una acera a llorar, pero no tenía tiempo, tenía demasiadas cosas de las que ocuparme. Recuerdo que mientras hacía la cola para algún trámite, con una carpeta llena de documentos ligando que fueran los correctos y suficientes, y un nudo en la garganta, de pronto me di cuenta, o me provocó pensar que yo estaba haciendo el mismo viaje que hizo mi abuela hace 70 años, pero a la inversa.
Mi abuela Amparo era española y también tuvo que hacer unas maletas, dejar su casa, su país y emigrar con sus dos hijos y su madre a una tierra que no conocía, Venezuela, donde la esperaba su marido, al cual tenía 8 años sin ver.
A pesar de que a mí en Madrid no me esperaba nadie, pensé que, si ella logró salir adelante, yo también podría hacerlo. Ese pensamiento me dio fuerzas. A partir de ese momento, la cosa comenzó a fluir, no porque fuera fácil, emigrar no es fácil para nadie, pero cambió mi actitud hacia lo que estaba viviendo. Empecé como a vivir en tiempo presente y dejé de angustiarme por el futuro, que total, nadie sabe lo que pueda pasar. Me dije: ok, flaca, ahora estás en Madrid, vives aquí, deja el drama y asúmelo. Y más que asumirlo, me permití enamorarme de esta ciudad.
Creo que enamorarte de la ciudad en la que vives es uno de los pasos más importantes cuando emigras. Eso no quiere decir que dejes de amar a Caracas, Maracay o Maracaibo, no. No es como poner cuernos. Se puede amar a dos ciudades a la vez. No solo se puede, es fundamental. Si te quedas varado en la nostalgia, pendiente solo de lo que extrañas en vez de disfrutar lo que la nueva ciudad te ofrece, se sufre mucho.
Yo he logrado enamorarme hasta del clima de aquí. Al principio me moría de frío en invierno, hasta que me dije: el año que viene va a volver el invierno así que más vale que abraces este frío y aprendas a disfrutarlo y ahora me vacilo mis cuatro estaciones divinamente. Y algo parecido hago cada día con mi parte laboral. A mí me encantaba mi trabajo y llegué a ser muy exitosa, pero allá. Aquí pasé a ser una desconocida y es duro, sí, pero aprendí a verlo como una oportunidad para hacer cosas que, siendo conocida, jamás me habría atrevido a hacer.
Me ha tocado trabajar en cosas insólitas, algunas tipo pesadilla, otras que disfruto mucho. Y me puse a estudiar. Hice un máster maravilloso en el que yo no solo era mayor que mis compañeros, también era más vieja que mis profesores, pero te aseguro que nadie gozó más que yo. Aprendí cosas súper interesantes, conocí personas extraordinarias, hice nuevos amigos, relaciones… Te recomiendo que, en cuanto puedas, estudies algo, no importa la edad que tengas ni lo extenso que sea tu currículo.
Emigrar es, entre otras cosas, una gran lección de humildad. Eso también hay que abrazarlo, como el frío. Y si te toca trabajar como host de un Airbnb, como a mí, o camarero, repartidor o lo que sea, no te digas que ahora eres eso. No. Estás trabajando en eso, pero tú sigues siendo quien eras. No se empieza de cero, la experiencia que traes no te la quita nadie. Se empieza de nuevo.
Yo sigo siendo escritora, solo que ahora, aquí, hago otras cosas que también me encantan: hago impro, performance, talleres para chamos, libros artesanales y hasta actúo. Según yo, emigrar es como reencarnar sin tener que morirte. Empiezas otra vida, que no tiene que ser mejor ni peor que la que dejaste, solo es distinta. Y no estás solo. Somos muchos.
Hay millones de emigrantes en el mundo, que queremos salir adelante, integrarnos, trabajar, que pagamos impuestos. Sin embargo, hay quienes quieren culparnos de todo lo malo, incluso echarnos. Da miedo. Un miedo más como si no tuviéramos bastantes. Nos está tocando vivir un momento histórico complicado, otro más. Ni modo. Toca abrazarlo, como al frío y la humildad.
Yo estoy profundamente enamorada de Madrid, así como mis abuelos se enamoraron de Caracas. Ellos, sin proponérselo, me enseñaron a emigrar. El mundo nunca ha sido fácil y a veces toca meter la vida en una maleta y emprender camino. Da miedo, pero se sale adelante. Eso también lo aprendí de mis abuelos.
Un abrazo muy fuerte,
Mónica Montañés«.
Lee aquí todas las cartas desde Venezuela Virtual
