Cartas desde la Venezuela Virtual N°5, por Ariadna Fuentes

Jul 29, 2025

En esta edición de Cartas desde la Venezuela Virtual queremos compartir tantas cosas en común de quienes tomamos el paso de emigrar, una experiencia llena de altos y bajos, de risas y lágrimas. Hoy te escribe Ariadna Fuentes, comunicadora, productora, especializada en marketing y parte de nuestro equipo.

Te compartimos esta carta personalísima, donde también está reflejada la experiencia migrante, tips para triunfar, y la certeza de que es posible lograr lo que te propongas.

«Querido lector:

No conozco tu nombre, ni en qué ciudad de España resides. No sé si ya te adaptaste al horario, si formas parte de un grupo de amigos españoles o si aún anhelas con todas tus fuerzas encontrar uno. Lo que sí sé es que quiero contarte una historia.

Mi nombre es Ariadna Fuentes y emigré en el año 2021. Lo hice después de vivir una experiencia profundamente dolorosa: asesinaron a un gran amigo mío, con quien cantaba en una parroquia de El Paraíso, en Caracas.

Un par de meses después, la violencia tocó a mi puerta: intentaron secuestrarme tres veces cuando iba camino a esa misma parroquia. Y las tres veces, algo que solo puedo llamar la mano milagrosa me salvó. Desde entonces, mi vida en Venezuela cambió por completo. Ya no salía con miedo a que me robaran: salía aterrada de que me hicieran algo mucho peor.

Yo ya había vivido en España entre 2006 y 2008, cuando mi familia se mudó a Tenerife. Guardo recuerdos hermosos de esa infancia, pero en aquel entonces, por la crisis económica, mi papá cayó en depresión al no poder conseguir trabajo, y decidimos volver a Venezuela.

Con los años, toda mi familia fue emigrando poco a poco a Europa, hasta que nos quedamos completamente solos en Caracas. Mientras ellos celebraban la Navidad unidos, nosotros la pasábamos prácticamente solos, con silencios tristes y mucha nostalgia por los que ya no nos acompañaban.

Mis primos siempre nos decían: “¿Y ustedes cuándo se van a venir? ¿Qué hacen allá?”. Pero lo cierto es que éramos felices en Venezuela, a pesar de todo. Sentíamos que era el lugar al que realmente pertenecíamos.

Me dolía mucho ver a mis padres (ya mayores) plantearse volver a empezar desde cero, en un país donde probablemente nadie les daría trabajo. Por eso decidieron quedarse… hasta que ya no fue posible, al menos para mí.

Después de aquellos intentos de secuestro, vivir en Caracas se volvió insostenible para mí. Mi boda estaba prevista para 2022, pero decidimos adelantarla. En pocos meses, mi esposo y yo logramos celebrar el matrimonio y empacar nuestras vidas en un par de maletas de 30 kilos. Volamos a España, tierra de mis abuelos, con la esperanza de comenzar de nuevo.

Al principio todo brillaba: nos mudamos a un pueblo español donde mi abuela nos abrió las puertas de su casa. Todo era novedad, seguridad, la posibilidad de caminar tranquilos por la calle o comprar lo que necesitábamos sin hacer colas interminables. Pero poco a poco, me di cuenta de que, aunque tenía una carrera, un segundo idioma y un diplomado en comunicación, no conseguía trabajo en mi área.

Ganaba muy poco haciendo pequeños reportajes y cuidando a una persona mayor (adorable, por cierto, pues se convirtió literalmente en mi familia en este pueblo desconocido). Pero la realidad es que ese dinero no alcanzaba. Mi esposo tampoco lograba conseguir trabajo, así que decidimos que él se mudara a un cuartico en otra ciudad, con la esperanza de que pudiera ejercer su profesión de ingeniero informático. Yo no pude acompañarlo, pues el dinero, como les comenté, aún no nos alcanzaba para independizarnos al 100%.

Caí en una depresión silenciosa por la ausencia de mi esposo en casa, una sensación que se arrastró durante años. Cuando por fin teníamos el dinero necesario, me mudé con él a una casa de alquiler y, durante tres años, para poder mantenernos, trabajé en hostelería como camarera, pese a tener enfermedades cardiovasculares y traumatológicas que me impedían disfrutar plenamente de mis funciones. Sentía dolor físico y emocional.

Emocional porque me sentía sola. No porque mi esposo no estuviera allí -claro que lo estaba- sino porque no tenía un círculo social con quien compartir en esta nueva ciudad, ni algún otro familiar cerca. Las amistades en Venezuela comenzaban a diluirse con el tiempo y la distancia. Las videollamadas se volvían más esporádicas. Caminaba por las calles y observaba a la gente compartiendo en cafés, conversando sobre su día, y pensaba: “¿Será que algún día yo también podré tener eso aquí? ¿Una comunidad de la cual formar parte?”.

Pero entonces apareció algo clave: las palabras de aliento de otros extranjeros que fui conociendo en el camino y que habían pasado por lo mismo. Una de ellas me dijo: “Aunque no tengas dinero, estudia. Aquí estudiar es fundamental”.

En Venezuela, uno estudiaba una carrera, quizás un curso, y con eso bastaba para empezar a trabajar en tu área. Pero aquí no. Aquí hay que actualizarse constantemente. Yo pensaba: “¿Cómo voy a estudiar si no tengo 7.000 euros para un máster?”. No quería pedirle ayuda a mis padres, pues me daba vergüenza ser yo, la que supuestamente estaba teniendo una vida maravillosa en España, quien les pidiera ayuda mientras ellos seguían viviendo en Venezuela. De hecho, cuando aún vivíamos en el pueblo y nuestra situación económica era deplorable, no se lo dijimos ni pedimos nada. De verdad nos daba mucha vergüenza.

A pesar de las noches de ansiedad y los terrores nocturnos, entendimos que, tras tanta oscuridad, nadie más que nosotros mismos podía levantarnos. Y así es como comienza la parte llena de luz de esta historia: gracias a los consejos de aquella persona, descubrí que sí era posible estudiar pagando poco a poco. Me inscribí en la Universitat Oberta de Catalunya, donde pude pagar por módulos. Me costó romper la idea de que si no tenías todo el dinero, no podías acceder a nada. Compré un portátil, un móvil, tomé un curso de manejo, y seguí adelante. Todo pagado por partes.

Empecé a hablar sobre cómo me sentía. Por fin mi familia estaba al tanto de mi realidad emocional, lo cual alivió la presión y la tristeza. Sus palabras se convirtieron en el aliento que me impulsaba a seguir levantándome día tras día.

Trabajé sin excusas en lugares muy duros: cocinando churros a las 4:30 a.m., en bares donde me gritaban o me acosaban, o en restaurantes donde debía pasar las navidades y años nuevos. Pero cada euro que ganaba lo invertía en mi educación y en construir un nuevo futuro. Después de mucho llorar y esforzarme, conseguí finalmente mi primer trabajo en el área corporativa: alguien confió en mí. Y eso me devolvió la esperanza.

Hace poco llegué a la Fundación Código Venezuela. Me dieron una oportunidad y me devolvieron la confianza en mi carrera. Hoy trabajo con ellos, haciendo lo que amo: crear y comunicar. No solo por el sueldo (que agradezco mucho) sino por la sensación de que cada día estoy construyendo algo significativo.

Y sobre la vida social: sí, logré hacer un grupo de amigos maravillosos con los que hoy en día comparto literalmente todo, desde españoles hasta personas de otras nacionalidades. Al principio parecía imposible —porque sí, cuesta entrar en sus círculos cerrados— pero una vez que confían en ti, te conviertes en familia. Y como venezolana, aportas una chispa única, simpática y auténtica que es un regalazo que le agradezco a mi país.

Con esta carta quiero decirte: no te conformes.

Aunque estés cansado, aunque parezca que nada cambia, aunque sientas que has perdido tu rumbo, sigue. Estás más cerca de lo que crees. Estudiar, pedir ayuda, confiar en ti… todo eso te va a acercar al “tú” del futuro que tanto anhelas ser.

Hoy me siento orgullosa de mí.

Y también estoy segura de que tú, lector, lograrás sentirte igual.

Porque todo lo que haces hoy —incluso si parece pequeño o insignificante— es parte del camino que te está formando para convertirte en quien vas a ser.

¡Tú también puedes! No estás solo.

Te abrazo con fuerza.

Con cariño,

Ariadna Fuentes»

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